martes, 17 de septiembre de 2013

Reflexiones en torno a "El collar de la paloma"

El Collar de la Paloma no es sólo un tratado sobre el amor y los amantes excepcional, es también una obra que retrata a una sociedad, a un mundo, el andalusí de finales del siglo X y principios del XI, y a un hombre, su autor, Ibn Ḥazm. Más allá de los significados y significantes que un intelectual andalusí pudiese tener sobre el amor, sobre esa “dolencia deliciosa”, “por la que los ascetas rompen sus votos y los castos se tornan disolutos”, sobre esa unión de las almas que nos relata Ibn Ḥazm, creo sinceramente que la importancia que esta obra puede tener a la hora de intentar escribir la historia de al-Andalus y de la Córdoba a caballo entre el siglo X y el XI, y de las gentes que allí habitaron, es precisamente esas imágenes capturadas de la ciudad califal y del propio literato cordobés, que nos permiten dibujar sobre un lienzo cómo sería aquella realidad y aquel hombre.


            De origen muladí y con una genealogía de ascendencia persa inventada, Ibn Ḥazm se nos presenta en el Ṭawq al-Ḥamāma como un pro-omeya radical, debido sin duda a sus propias experiencias vitales y familiares. Así, describe en una maravillosa poesía al califato abbasí, representado por su negro estandarte, como hereje: “desde que aparecieron las banderas negras están seguras las almas de los hombres de que no llevan a la ortodoxia”. También aparecerá, a lo largo de toda la obra, sus simpatías hacia los partidarios de la legitimidad omeya y su aversión hacia los que pretendían destruirla, siendo los beréberes, debido al saqueo que de Córdoba se cobraron, los más odiados. Este sentimiento hacia el elemento beréber nos descubre otra realidad de Ibn Ḥazm, su profundo apego a todo lo árabe, aun viniendo de una familia muladí.

            Sobre sus preferencias religiosas, sabido es que pertenecía al movimiento ẓāhirí. Desde luego esta afiliación se puede rastrear a lo largo de toda la obra. Muchas veces se divide la vida intelectual de Ibn Ḥazm en dos fases, como nos cuenta el traductor, una primera más literaria y una segunda más apegada al derecho y a la teología. Pues bien, creo que ambas épocas están presentes en esta obra. Estamos ante un texto sumamente evocador y poético, literario diríamos, pero a la vez ante un tratado en el que el amor pasa, de forma indispensable, el filtro de la religión. Y, yendo más lejos aún, el tamiz de una visión del islam concreta, la ẓāhirí, donde los textos fundadores, Corán y Sunna, entendidos de forma literalista, son claros protagonistas. “¿Cuándo vedó Mahoma el amor? ¿Consta acaso su ilicitud en el claro texto revelado?” se pregunta nuestro célebre autor en unos maravillosos versos. Es lícito hablar, escribir, teorizar y sentir el amor porque “no está reprobado por la fe ni vedado por la santa Ley”. Y es que muchos califas bien guiados y rectos imanes amaron. Sin embargo, de sumo interés es observar como es uno de los capítulos más largos de la obra el que trata “sobre la fealdad del pecado”. Sin duda ese amor lícito tiene un límite, el de verse derrotado por la pasión. Caer ante el instinto, el coito ilícito, sí es pecado, y uno de los más perseguidos por el islam, como nos recuerda el cordobés con una serie de adīṯ del Profeta. Incluso los más devotos pueden verse llevados a cometer este acto impío, como aquella mujer piadosa, nos cuenta Ibn Ḥazm, que tras haber realizado cinco veces el aŷŷ, cayó en manos de un apuesto mancebo de regreso a su hogar.

No tiene que sorprender que sea este apartado sobre el pecado al que más páginas dedica nuestro autor, ya que al principio de esta monumental obra ya nos había reflejado sus intenciones: “el fin de nuestra explanación y la conclusión de nuestro discurso van enderezados a prescribir el bien y vedar el mal, como es deber de todo creyente.” Prescribir el bien y vedar el mal. El amor y el pecado. No es baladí esta puntualización, ya que siempre se ha mencionado la influencia del pensamiento ẓāhirí en el movimiento almohade (no hay que olvidar que ‘Abd al-Wāid al-Marrākuŝī calificó de ẓāhirí al califa unitario al-Nāṣir) y es que, indagando en los inicios de este movimiento, más o menos un siglo después de la redacción de El Collar de la Paloma, vemos que Ibn Tūmart se presentó también como censor de costumbres, amir bi-l-ma’arūf wa nahy ‘an al-munkar, como todo buen reformador del islam. Y es que Ibn Ḥazm se debía ver así, como un reformador del islam, como uno de esos gurābā, extraños en un mundo en decadencia religiosa, de los que habla el famoso adīṯ: “El islam comenzó siendo un extraño y volverá a ser un extraño como empezó. ¡Bienaventurados sean los extraños!” No es, por tanto, un disparate pensar que Ibn Hayyan tenía razón al afirmar que los libros de nuestro autor ya no cruzaban el umbral de su puerta. Un garīb como él no podría tener mucho éxito en una sociedad que había perdido los valores, y que se sumía en el caos y la autodestrucción, rodeada como estaba de guerras civiles y proclamaciones de pseudo-califas.

Nos presenta también la obra al prototipo de intelectual andalusí de la Córdoba de antes de la fitna, más allá de sus preferencias en una u otra visión del islam. Una preciosa descripción de su amigo Ibn al-Tubni nos permite ver a ese noble espécimen que debía abonar con más frecuencia que en otras latitudes las calles cordobesas: “se sabía de coro el Corán, las Tradiciones y las obras principales de gramática y lexicografía. Era poeta de talento, diestro en caligrafía y en los diversos ramos de la retórica, y tenía razonables conocimientos de teología y dialéctica”. Sin duda, el mismo retrato podría dibujarse de Ibn Ḥazm a tenor de lo leído en el Ṭawq al-amāma. Nuestro autor nos demuestra a lo largo de numerosos capítulos su perfecto conocimiento del Corán y la Sunna (como todo buen ẓāhirí), nos enseña también su entusiasmo por los grandes clásicos como Platón, Hipócrates, Tolomeo o Filemón, y, como no es de extrañar, nos presenta sus saberes de la literatura e historia de todo el mundo islámico: narra historias del califato abbasí, habla del āŷib de Sicilia, Ibn Sahl, y muestra su conocimiento de la poesía oriental, como los versos de un literato de la corte de Hārūn al-Raŝīd, ‘Abbās ibn al-Anaf.


Pero como he indicado al principio de esta reseña, los datos que se pueden extraer de este tratado del amor sobre aquella Córdoba y aquella al-Andalus son también magníficos. Nos narra la inestabilidad política de aquellos días, cargados de luchas por el poder, golpes de estado y guerras entre distintos reyezuelos como la acaecida entre el señor de Baleares, al-Muwaffaq, y Jayran, el señor de Almería (de suma importancia porque se conocen muy pocas referencias más). Nos sirve de “callejero” por la urbe andalusí, refiriéndose a lugares como la Puerta de los Drogueros de Córdoba, lugar de reunión de las mujeres, los jardines de los Banu Marwān donde están sus tumbas, el Arrabal tras el puente, la mezquita de Masrūr, el cementerio de Bab Amir, el barrio de la Ruṣāfa, el palacio de al-Zāhira, el barrio de Balat Mugit y el de Gadir Ibn al-Sammas, el lugar de crucifixión en la pradera junto al Guadalquivir o la mezquita de al-Qamarī, “en la parte a poniente de Córdoba”. También nos aporta interesantes datos sociales como la existencia de una ronda nocturna en Córdoba, ciertas referencias a los mutazilíes de al-Andalus, el estudio de poesía preislámica en la Mezquita Aljama, la epidemia de peste de 1011 o los gustos sexuales de los califas omeyas, siendo las rubias sus preferidas.

Javier Albarrán Iruela

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