El Collar de la Paloma no es sólo un tratado
sobre el amor y los amantes excepcional, es también una obra que retrata a una
sociedad, a un mundo, el andalusí de finales del siglo X y principios del XI, y
a un hombre, su autor, Ibn Ḥazm. Más allá de los significados y significantes
que un intelectual andalusí pudiese tener sobre el amor, sobre esa “dolencia
deliciosa”, “por la que los ascetas rompen sus votos y los castos se tornan
disolutos”, sobre esa unión de las almas que nos relata Ibn Ḥazm, creo
sinceramente que la importancia que esta obra puede tener a la hora de intentar
escribir la historia de al-Andalus y de la Córdoba a caballo entre el siglo X y
el XI, y de las gentes que allí habitaron, es precisamente esas imágenes capturadas
de la ciudad califal y del propio literato cordobés, que nos permiten dibujar
sobre un lienzo cómo sería aquella realidad y aquel hombre.
De
origen muladí y con una genealogía de ascendencia persa inventada, Ibn Ḥazm se
nos presenta en el Ṭawq al-Ḥamāma como un pro-omeya radical, debido sin
duda a sus propias experiencias vitales y familiares. Así, describe en una
maravillosa poesía al califato abbasí, representado por su negro estandarte,
como hereje: “desde que aparecieron las banderas negras están seguras las almas
de los hombres de que no llevan a la ortodoxia”. También aparecerá, a lo largo
de toda la obra, sus simpatías hacia los partidarios de la legitimidad omeya y
su aversión hacia los que pretendían destruirla, siendo los beréberes, debido
al saqueo que de Córdoba se cobraron, los más odiados. Este sentimiento hacia
el elemento beréber nos descubre otra realidad de Ibn Ḥazm, su profundo apego a
todo lo árabe, aun viniendo de una familia muladí.
Sobre
sus preferencias religiosas, sabido es que pertenecía al movimiento ẓāhirí. Desde luego esta
afiliación se puede rastrear a lo largo de toda la obra. Muchas veces se divide
la vida intelectual de Ibn Ḥazm en dos fases, como nos cuenta el traductor, una
primera más literaria y una segunda más apegada al derecho y a la teología.
Pues bien, creo que ambas épocas están presentes en esta obra. Estamos ante un
texto sumamente evocador y poético, literario diríamos, pero a la vez ante un
tratado en el que el amor pasa, de forma indispensable, el filtro de la
religión. Y, yendo más lejos aún, el tamiz de una visión del islam concreta, la
ẓāhirí, donde los textos fundadores, Corán y Sunna, entendidos de forma
literalista, son claros protagonistas. “¿Cuándo vedó Mahoma el amor? ¿Consta
acaso su ilicitud en el claro texto revelado?” se pregunta nuestro célebre
autor en unos maravillosos versos. Es lícito hablar, escribir, teorizar y
sentir el amor porque “no está reprobado por la fe ni vedado por la santa Ley”.
Y es que muchos califas bien guiados y rectos imanes amaron. Sin embargo, de
sumo interés es observar como es uno de los capítulos más largos de la obra el
que trata “sobre la fealdad del pecado”. Sin duda ese amor lícito tiene un
límite, el de verse derrotado por la pasión. Caer ante el instinto, el coito
ilícito, sí es pecado, y uno de los más perseguidos por el islam, como nos
recuerda el cordobés con una serie de ḥadīṯ del Profeta. Incluso los más devotos pueden
verse llevados a cometer este acto impío, como aquella mujer piadosa, nos
cuenta Ibn Ḥazm, que tras haber realizado cinco veces el ḥaŷŷ, cayó en manos de un apuesto mancebo de regreso
a su hogar.
No tiene que sorprender que sea este apartado sobre
el pecado al que más páginas dedica nuestro autor, ya que al principio de esta
monumental obra ya nos había reflejado sus intenciones: “el fin de nuestra
explanación y la conclusión de nuestro discurso van enderezados a prescribir el
bien y vedar el mal, como es deber de todo creyente.” Prescribir el bien y
vedar el mal. El amor y el pecado. No es baladí esta puntualización, ya que
siempre se ha mencionado la influencia del pensamiento ẓāhirí en el movimiento
almohade (no hay que olvidar que ‘Abd al-Wāḥid al-Marrākuŝī calificó de ẓāhirí al califa
unitario al-Nāṣir) y es que, indagando en los inicios de este movimiento, más o
menos un siglo después de la redacción de El Collar de la Paloma, vemos
que Ibn Tūmart se presentó también como censor de costumbres, amir bi-l-ma’arūf
wa nahy ‘an al-munkar, como todo buen reformador del islam. Y es que Ibn Ḥazm
se debía ver así, como un reformador del islam, como uno de esos gurābā,
extraños en un mundo en decadencia religiosa, de los que habla el famoso ḥadīṯ: “El islam comenzó siendo un extraño y volverá
a ser un extraño como empezó. ¡Bienaventurados sean los extraños!” No es, por
tanto, un disparate pensar que Ibn Hayyan tenía razón al afirmar que los libros
de nuestro autor ya no cruzaban el umbral de su puerta. Un garīb como él no
podría tener mucho éxito en una sociedad que había perdido los valores, y que
se sumía en el caos y la autodestrucción, rodeada como estaba de guerras
civiles y proclamaciones de pseudo-califas.
Nos presenta también la obra al prototipo de
intelectual andalusí de la Córdoba de antes de la fitna, más allá de sus
preferencias en una u otra visión del islam. Una preciosa descripción de su
amigo Ibn al-Tubni nos permite ver a ese noble espécimen que debía abonar con
más frecuencia que en otras latitudes las calles cordobesas: “se sabía de coro
el Corán, las Tradiciones y las obras principales de gramática y lexicografía.
Era poeta de talento, diestro en caligrafía y en los diversos ramos de la
retórica, y tenía razonables conocimientos de teología y dialéctica”. Sin duda,
el mismo retrato podría dibujarse de Ibn Ḥazm a tenor de lo leído en el Ṭawq
al-ḥamāma. Nuestro
autor nos demuestra a lo largo de numerosos capítulos su perfecto conocimiento
del Corán y la Sunna (como todo buen ẓāhirí), nos enseña también su entusiasmo
por los grandes clásicos como Platón, Hipócrates, Tolomeo o Filemón, y, como no
es de extrañar, nos presenta sus saberes de la literatura e historia de todo el
mundo islámico: narra historias del califato abbasí, habla del ḥāŷib de Sicilia, Ibn Sahl, y muestra su conocimiento
de la poesía oriental, como los versos de un literato de la corte de Hārūn al-Raŝīd,
‘Abbās ibn al-Aḥnaf.
Pero como he indicado al principio de esta reseña,
los datos que se pueden extraer de este tratado del amor sobre aquella Córdoba
y aquella al-Andalus son también magníficos. Nos narra la inestabilidad
política de aquellos días, cargados de luchas por el poder, golpes de estado y guerras
entre distintos reyezuelos como la acaecida entre el señor de Baleares, al-Muwaffaq,
y Jayran, el señor de Almería (de suma importancia porque se conocen muy pocas
referencias más). Nos sirve de “callejero” por la urbe andalusí, refiriéndose a
lugares como la Puerta de los Drogueros de Córdoba, lugar de reunión de las
mujeres, los jardines de los Banu Marwān donde están sus tumbas, el Arrabal
tras el puente, la mezquita de Masrūr, el cementerio de Bab Amir, el barrio de
la Ruṣāfa, el palacio de al-Zāhira, el barrio de Balat Mugit y el de Gadir Ibn
al-Sammas, el lugar de crucifixión en la pradera junto al Guadalquivir o la
mezquita de al-Qamarī, “en la parte a poniente de Córdoba”. También nos aporta
interesantes datos sociales como la existencia de una ronda nocturna en
Córdoba, ciertas referencias a los mutazilíes de al-Andalus, el estudio de
poesía preislámica en la Mezquita Aljama, la epidemia de peste de 1011 o los
gustos sexuales de los califas omeyas, siendo las rubias sus preferidas.
Javier Albarrán Iruela
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